Los corredores de la Peste Silenciosa temblaron con un rugido antinatural cuando las alarmas de invasión resonaron como campanas de carne. Las compuertas, cubiertas de moho y tripas secas, se abrieron con un gemido oxidado. La tripulación mortal fue barrida como polvo podrido cuando los Marines de Plaga marcharon, cada paso un trueno fétido, cada respiración un vómito de pestilencia.
El Campeón Varugh arrancó de un zarpazo la cabeza de un cultista devoto que se atrevió a acercarse demasiado, aplastando su cráneo blando bajo la bota blindada. El líquido gris y espeso chorreó como caldo rancio.
—La guerra es carne —gruñó—. Y la carne siempre se pudre.
La Portadora de Plagas Sybar-Pox avanzaba a su lado, su guadaña resonando con risas demoníacas atrapadas en su filo. Moscas negras como noches sin estrellas brotaban de las grietas de su armadura mientras murmuraba bendiciones cargadas de bilis.
—Que sus pulmones revienten y sus almas supuren —cantó con voz de funeral ahogado.
Las cápsulas de asalto se abrieron como ampollas reventadas, escupiendo a los hijos de Nurgle sobre el campo del mundo olvidado de Somneft. El cielo ardía en tonos enfermizos mientras los salmos de plaga retumbaban.
Frente a ellos, defensas imperiales enloquecidas abrían fuego. Bólteres pesados escupían muerte, láseres perforaban el aire. A sus pies, Guardia Imperial temblaba y disparaba a ciegas, más temerosa del hediondo enemigo que de la muerte misma.
Rottigar cargó como un tanque viviente, su cuerpo deformado absorbiendo balas como si fueran lluvia tibia.
—¡Purgad a los inmundos! —gritó un sargento imperial, antes de que Rottigar lo levantara con una sola mano y le arrancara la espina dorsal con un tirón lento y jubiloso.
El sargento apenas tuvo tiempo de gritar; sus pulmones, colgando aún de la tráquea, silbaron un último lamento.
Varugh lanzó granadas de peste que explotaron en nubes de vómito corrosivo. Soldados gritaban mientras sus máscaras derretían sus rostros y la carne se licuaba en el suelo. Sybar-Pox danzaba entre ellos, su guadaña cortando cuerpos como trigo corrupto, dejando rastros de órganos colgantes y gorgoteos agónicos.
—Un mundo muerto— gruñó Varugh, con la voz como metal oxidado raspando hueso—. Pero no lo suficiente. Hoy… le enseñaremos el verdadero reposo.
Los cielos se agrietaron como carne abierta al bisturí. Parloteos demoníacos descendieron del viento, y el aire se volvió espeso como sangre coagulada. Morsh-Ghral apareció entre una nube parda de insectos, su manto de vísceras ondeando.
—Sembrad la ruina. Que sus cuerpos sean fértil sustrato para nuestro jardín eterno.
Los Portadores de Plaga rugieron al unísono, una sinfonía de tos, metal y fanatismo. Entonces avanzaron, imparables, riendo con gargantas ulceradas mientras el enemigo huía o caía en pedazos.
Somneft no sería purificado.
Somneft florecería.
En pus, en gusanera, en la caricia podrida del Abuelo.
Y en cada grito sofocado, en cada pulmón inundado, en cada lágrima de miedo… el jardín de Nurgle crecía.