El aire olía a ozono y metal quemado cuando el escuadrón avanzó por los túneles de mantenimiento bajo la fortaleza de comunicaciones. Los Adeptus Arbites patrullaban en la superficie, ajenos a la sombra que reptaba bajo sus pies.
El líder del grupo, Marek, se detuvo junto a un panel de acceso y alzó una mano. Sus ojos, de un brillo antinatural, reflejaron la luz pálida del generador portátil.
—Aquí está —susurró—. El corazón de la voz imperial. Cuando esto caiga… todo el planeta enmudecerá.
Uno de los acólitos, un joven con la piel marcada por cicatrices en forma de filamentos, sonrió con los colmillos sobresaliendo.
—El enjambre ya se acerca, Marek. Puedo sentir su canto en mi mente.
Marek lo observó unos segundos, casi con ternura.
—Sí… nuestros padres estelares nos llaman. Pronto no habrá más dolor, ni carne débil. Solo unidad.
El grupo colocó las cargas de fusión sobre el blindaje inferior del núcleo de comunicaciones. Desde arriba, se escuchaban pasos y voces distantes de los Arbites. Marek alzó tres dedos y los bajó uno a uno.
El estruendo llenó el pasillo. El suelo tembló. Las alarmas se activaron, pero los indicadores del panel comenzaron a apagarse uno tras otro. El enlace astropático, las torres de retransmisión, los canales de mando… todos cayeron en silencio.
—¡Lo hemos conseguido! —gritó uno de los acólitos, riendo—. ¡El Imperio morirá en silencio!
El destacamento de Adeptus Arbites que vigilaba el núcleo corrió al oír el estruendo. La confusión los volvió torpes e imprudentes. No vieron venir las sombras que emergieron de las grietas. No fue una batalla, sino una ofrenda.
Cuando el último de los Arbites expiró, un temblor profundo recorrió el suelo. Polvo cayó del techo.
—¿Lo sentís? —dijo Marek, alzando la mirada hacia el techo ennegrecido—.
—Están aquí. Nuestros dioses… por fin están aquí.
Mientras el ulular de las sirenas moría, el Culto desapareció en las sombras, riendo con fervor sagrado.