El hormagante avanzaba entre ruinas ennegrecidas, sus zarcillos sensoriales paladeaban el aire cargado de esporas. A cada inhalación, la Mente Enjambre le transmitía direcciones, ecos de batalla, hambre. No había pensamientos propios, solo impulsos. Avanzar, desgarrar, asimilar.
A su alrededor, más hormagantes corrían como cuchillas vivas, rastreando los restos de una milicia humana que ya había huido. La invasión no se detenía. Como el pulso de un corazón gigantesco, el enjambre latía sobre el planeta. Ciudades caían, bosques eran devorados, ríos envenenados por la masa orgánica que todo lo cubría. La vida de Volkus se convertía en alimento.
El planeta aún se resistía a ser devorado. Nódulos de dolor llegaban a su cráneo en descargas con pequeños flashes de sus hermanos caídos. Guerreros tau agazapados con sus armas brillantes; humanos de duras armaduras y ruidosas espadas; humanos apestando a poderes ruinosos que blandían fuego y hechicería... Pequeños incendios en un océano que no podía apagarse. El hormagante no entendía lo que era la derrota. Solo recibía órdenes. Envolver, presionar, triturar.
La capital, Fissilicus, se alzaba intacta en la distancia. Una concentración de bioformas humanas como un faro de carne. No era el momento. La Mente había ordenado dejarla para el final, rodearla, ahogarla desde dentro y desde fuera. Los humanos que los había atraído al plantea ya trabajaban entre sus muros, preparando la invasión desde dentro.
El objetivo inmediato era otro. Darsalon. Una ciudad-fortaleza cuyos cañones aún escupían fuego. Hacia allí avanzaba el tiránido, siguiendo la atracción irresistible que lo impulsaba.
Saltó sobre un muro medio derruido, levantando la cabeza para oler la dirección de la marea. Las murallas de Darsalon estaban cerca.
Su cola golpeó la piedra con fuerza. El enjambre rugió detrás de él, un océano viviente que no conocía fin.