La ciudad-fortaleza de Dársalon ardía. Desde las colinas ennegrecidas al este, el líder del Culto observaba cómo el fuego devoraba las torres y cúpulas que habían sido orgullo del Imperio. El aire olía a cenizas, sangre y promesas cumplidas.
A su alrededor, los fieles aguardaban entre susurros y temblores. Algunos lloraban; otros reían, histéricos, con los ojos abiertos de par en par, aguardando el milagro. El líder levantó sus cuatro brazos al cielo, las manos deformadas por las bendiciones del Enjambre.
—Ya está hecho. Los dioses vienen —dijo con voz ronca, y un estremecimiento recorrió la multitud—. Preparad vuestros cuerpos. Preparad vuestras almas.
El estruendo de la guerra cesó. Ni un disparo, ni un grito. Sólo el rumor subterráneo, grave, como el de un coloso que respira bajo tierra. Entonces, el suelo se abrió.
De las grietas emergieron los Mántifex, criaturas de caparazón oscuro, zarcillos vibrando, fauces que goteaban ácido. Eran los heraldos del Enjambre. Los fieles los miraron embelesados, temblando entre devoción y miedo.
—Son ellos… nuestros padres… —susurró alguien.
Pero cuando uno de los neófitos, aterrorizado, abrió fuego, todo se rompió. El mántifex rugió y se abalanzó sobre él. Luego sobre otro. En segundos, los cuerpos se desgarraban, el aire se llenaba de vísceras y gritos.
—¡No! ¡Deteneos! ¡Tened fe! ¡FE! —bramó el líder, mientras la sangre de los suyos empapaba sus túnicas.
Cuando sólo quedaron los verdaderos fieles, los que no habían sucumbido a la historia colectiva, el silencio regresó. Entonces, la Voz habló. No con palabras, sino con la pureza del pensamiento absoluto.
Hijos del Enjambre… habéis cumplido vuestra función. Ahora uniréis vuestra carne a la mía. Seréis uno conmigo. Eternos.
Los cuerpos comenzaron a temblar. La carne se disolvía en filamentos brillantes, las extremidades se retorcían, los huesos se ablandaban. Uno a uno, los fieles fueron absorbidos en una masa palpitante de biomasa líquida, arrastrada por las venas del suelo hacia los túneis del enjambre.
El líder fue el último en caer de rodillas. —Por fin… somos uno con los dioses…— Murmurò con un hilo de voz y el rostro entre lágrimas y éxtasis.
Cuando el último fragmento de resistencia en Volkus fue borrado, la flota enjambre comenzaró a replegarse. Las naves vivas cerraron sus fauces, los caparazones chasquearon. El mundo había sido cosechado.
En la negrura del espacio, la Mente volvió su atención hacia el horizonte. Otro sistema brillaba en la distancia. Otro mundo que respirar. Otro manjar que consumir.
Las estrellas parpadearon, indiferentes. El rugido silencioso del Enjambre siguió su curso entre ellas, eterno e imparable.