Athelius, el gobernador de Darsalon, se apoyó contra el frío mármol del balcón. Desde allí veía la llanura que se extendía hasta perderse en el horizonte. También veía lo que se acercaba.
Los tiránidos eran una marea interminable, una marea que se movía con hambre. Bestias colosales avanzaban como montañas vivas, aplastando cosechas, casas y soldados con idéntica indiferencia. Durante semanas había rezado al Emperador. Su voz se había quebrado de tanto suplicar, pero el cielo había permanecido mudo.
Hasta que llegaron las voces.
Al principio fueron apenas un susurro en su mente cansada. Como una promesa entre dientes. Protección. Poder. Inmortalidad. Bastaba con permitir que una nave descendiera, que recibiera a su emisario. Athelius había aceptado antes de terminar de pensarlo. Era eso o la destrucción de la ciudad y sus habitantes.
El cielo se abrió en un rugido metálico. La nave descendió, retorcida, cubierta de símbolos que hacían arder los ojos si se intentaba comprenderlos. El emisario, un gigante encapuchado con armadura de tono cetino y báculo en mano, surgió envuelto en sombras. No habló. No lo necesitó. La voz en la cabeza del gobernador le guió en cada paso.
Horas después, el ritual comenzó. El báculo golpeaba la piedra con un ritmo hipnótico. Gente de toda la ciudad empezó a reunirse alrededor.
—Por favor… protégelos. Protégenos de esas bestias. —Dijo Athelius cayendo al suelo de rodillas.
—Tu primer deseo, protección. —Susurró la voz en su cabeza.
Una esfera verde se elevó desde el báculo del emisario hacia el horizonte. Minutos después, comenzaron a llegar informes de que los tiránidos habían caido de repente, cubiertos de llagas, retorciéndose como muñecos rotos. Athelius lloró de alivio.
Pero el alivio no duró. Porque aún veía más. Más enjambres en la distancia, más sombras cayendo del cielo. El gobernador apretó los puños.
—No es suficiente. ¡Danos más! ¡Danos el poder de resistirlos!
—Tu segundo deseo. Poder. —Volvió a susurrar la voz en su cabeza
En el centro de la plaza, la realidad pareció quebrase como un cristal. Apareció un portal a través del cual guerreros con la misma armadura cetrina que el emisario comenzaron a marchar. Detrás, llegaron criaturas surgidas de las peores pesadillas. Aberraciones rechonchas con cuernos y lenguas viscosas; enjambres de moscas que ennegrecían el aire; insectos alados gigantes cabalgados por monstruos hinchados; humanoides descomunales con pústulas reventadas y vísceras colgantes. El hedor los precedía tanto, que la multitud comenzó a correr vomitando, llorando y gritando.
Athelius sintió el pánico abrirse paso en su pecho.
—Que el Emperador me perdone. ¿Qué he hecho? —Su voz tembló cuando habló de nuevo. —Si no puedo salvarlos… al menos déjanos resistir. Dame lo que me prometiste. Danos la inmortalidad.
—Tu tercer deseo. Inmortalidad.
El emisario golpeó el suelo con su báculo. Una nube verdosa se extendió por las calles. La gente cayó entre gritos, contorsionándose. El propio Athelius sintió sus huesos romperse y rehacerse, la carne desgarrarse y recomponerse en un ciclo de dolor infinito.
Cuando el tormento cesó, se incorporó jadeando. Su reflejo en el metal del báculo ya no era humano.
—Tus deseos han sido concedidos. —Susurró la voz. —Ahora servirás al Dios de la Descomposición.